martes, 25 de enero de 2011

Mira esta Historia


En este enlace encontrarás un vídeo que nos cuenta una historia sin apenas utilizar palabras. Mírala y luego hablamos:

martes, 18 de enero de 2011

Cinco Semanas en Globo de Julio Verne

Estamos leyendo un libro de aventuras. Deseo que os guste y que no suponga una pesadez de libro. De todas formas vamos a hacer al tiempo que leemos.
Las cuestiones las resuelves a tu manera procura evitar el "copiar y pegar" si lo haces así pierde la válidez tu ejercicio.
1. ¿Quién era Julio Verne?
Haz una breve y original biografia del autor de nuestra novela.

2. Preparando la Aventura
Piensa que en una travesía como la que van a iniciar estos aventureros surgirán un montón de dificultades. Imaginar estas situaciones:
—Estáis preparando el viaje y solo podéis llevar 60 kilos de comida: ¿qué tipo de alimentos elegiríais?, ¿qué cantidad de cada uno?, ¿por qué?
—El gas del globo empieza a escaparse, y hay que ir arrojando objetos: ¿en qué orden los tiraríais?


3. Describe a nuestros tres personajes principales
En las páginas que te indico más abajo viene las descripciones de los tres personajes principales (Doctor Fergusson, pág. 9; Kennedy, pág. 22; Joe, pág. 41). Lee estas páginas detenidamente y realiza un retrato de cada uno.

martes, 11 de enero de 2011

Una Historia de Miedo 5

5

Miércoles, 17 de marzo. 22:10 h

InstituT für Rechtsmedizin,

Hospital Universitario Eppendorf, Hamburgo

La Universitätklinikum Hamburgo-Eppendorf, donde se en­cuentran las principales actividades e instalaciones médicas de la Universidad de Hamburgo, se extiende desde la Martinistrasse como una pequeña ciudad. Su trazado incluye edificios altos y bajos de todas las épocas y está atravesado por una tela­raña de calles. La más amplia de las escasas zonas de aparca­miento está ubicada justo en el centro del complejo, pero, por lo tarde que era, Fabel sabía que podría dejar el coche cerca del Institut für Rechtsmedizin, el Instituto de Medicina Legal. Co­nocía bien esa organización. Se había convertido en el centro de todas las ciencias que tenían alguna aplicación legal: la serología, los análisis de ADN, la medicina forense y un servicio es­pecial de expertos en psiquiatría forense. El contacto de Fabel con el Instituí no pasaba sólo por el trabajo; desde hacía un año mantenía una relación con una psicóloga criminalista, Susanne Eckhardt. Aunque el lugar de trabajo oficial de Susanne era el edificio de trece plantas que albergaba la Clínica de Psiquiatría y Psicoterapia, ella pasaba la mayor parte del tiempo en el cer­cano Institut.

Fabel no dobló por la calle que daba a la entrada principal; en cambio, siguió por Martinistrasse y giró en Lokstedter Steindamm para luego tomar Butenfeld. Como sospechaba, había varios espacios libres en el aparcamiento fuera del amplio pabellón de dos plantas del Institut. El centro tenía fama mundial y poco tiempo antes se habían construido grandes anexos al edificio para albergar cursos para futuros patólogos y químicos de todo el planeta. Cada día se practicaban análisis forenses a tres mil cuer­pos y se realizaban mil autopsias. Ese era el sitio donde yacía el cuerpo de la chica muerta, en la oscuridad de un receptáculo de acero a bajas temperaturas, esperando su identificación.

Fabel notó que uno de los otros coches que estaban aparca-líos era el Porsche de Susanne; al parecer, él y ella trabajaban más o menos durante las mismas horas, lo que, con un poco de suerte, podría significar que se las arreglarían para verse más a menudo.

Un agente de seguridad un tanto mayor, a quien Fabel re­conoció como un ex Obermeister de la división uniformada, los hizo pasar al Institut. Cuando Fabel y Anna llegaron a la re­cepción principal, encontraron a un agente uniformado de la policía de Hamburgo aguardando junto a Klatt y Herr y Frau Ehlers. Fabel los saludó y le preguntó a Klatt si llevaban mucho tiempo esperando, a lo que éste respondió que habían llegado tan sólo diez minutos antes. Un empleado del Instituí hizo pasar al pequeño grupo a la sala de identificación. La camilla del depósito donde yacía el cuerpo estaba cubierta con una tela azul oscuro y una sábana blanca le tapaba el rostro. Fabel dejó que fuera Klatt quien acercara a los Ehlers al cuerpo. Anna dio un paso adelante, puso un brazo sobre el hombro de Frau Eh­lers y le dijo algo para tranquilizarla antes de indicarle con un gesto al empleado que corriera la sábana. Frau Ehlers soltó un grito ahogado y agudo y se tambaleó un poco entre el brazo y el cuerpo de Anna. Fabel vio que Herr Ehlers se tensaba, como si una pequeña corriente eléctrica le hubiera contracturado to­dos los músculos al mismo tiempo.

Fue el más breve de los silencios. No duró siquiera un se­cundo. Pero en esa quietud minúscula y cristalina Fabel supo que la chica de la camilla no era Paula Ehlers. Y cuando Frau Ehlers rompió el silencio con un grito grave, largo y lleno de dolor, no fue un grito de duelo o de pérdida, sino de desespera­ción renovada.

Y

Más tarde, todos se sentaron en la recepción y tomaron café de una máquina expendedora. La mirada de Frau Ehlers no es­taba enfocada en nadie ni en nada de ese momento y lugar, sino que parecía fija en un momento muy lejano de otro tiempo, formando un contraste total con la expresión feroz, confun­dida y furiosa de su marido.

—¿Por qué, Herr Fabel? —Los ojos de Ehlers buscaron los del policía—. ¿Por qué alguien nos haría esto? Era tan pareci­da a Paula... Idéntica a ella. ¿Por qué alguien querría ser tan cruel?

—¿Está seguro de que no es su hija?

—Ha pasado mucho tiempo. Y, como he dicho, ella se pa­rece mucho a Paula, pero...

—Esa chica no es mi hija. —Frau Ehlers interrumpió abrup­tamente la respuesta de su marido. Sus ojos seguían vidriosos y soñadores, pero en su voz había un filo de determinación in­flexible. Era más que una opinión: era una certeza incontrover­tible, incuestionable. A Fabel le pareció que el acero de la fuerza de voluntad de aquella mujer lo penetraba y le dejaba algo gra­bado en su interior. Sintió una furia y un odio que crecían en él como una amarga bilis. Había alguien que no sólo había to­mado una vida joven sino que había revuelto un cuchillo cla­vado brutalmente desde hacía mucho tiempo en el corazón de otra familia. Y eso era tan sólo el principio; todo hacía suponer que el asesino de la chica de la playa había, efectivamente, se­cuestrado y asesinado a Paula Ehlers tres años antes. ¿Por qué otra razón aquel hombre, o aquella mujer, habría implicado a la familia Ehlers en ese juego enfermizo? Un cadáver, dos casos de homicidio. Se volvió hacia el dolor renovado, en carne viva, de los padres de Paula Ehlers, una familia que estaba experimen­tando nuevamente la tortura de la íncertidumbre y de las espe­ranzas infundadas e irrazonables.

—Es evidente que nos enfrentamos a una personalidad muy perturbada y maligna. —La voz de Fabel era un pálido reflejo de la frustración y furia de los Ehlers—. Quienquiera que ma­tara a esta chica deseaba que nosotros estuviésemos sentados aquí como lo estamos ahora, furiosos y doloridos y preguntán­donos el porqué. Éste es un escenario del crimen tanto como la playa donde dejó el cuerpo de la chica.

Herr Ehlers se limitó a mirar a Fabel sin comprender, como si acabara de hablarle en japonés. Su esposa clavó en el policía una mirada que parecía un reflector.

—Quiero que lo atrapen. —Pasó el rayo de su mirada de I abe] a Klatt para luego apuntarlo otra vez sobre Fabel, como si estuviera distribuyendo el peso de sus palabras en los dos hombres equitativamente—. Lo que en verdad querría es que lo encontrasen y lo matasen. Sé que no puedo pedirles algo así... pero sí puedo exigirles que lo atrapen y lo castiguen. Es lo menos que puedo esperar de ustedes.

—Le prometo que haré todo lo que pueda para encontrar a este monstruo —dijo Fabel, y hablaba en serio.

Fabel y Anna acompañaron a Klatt y a los Ehlers hasta el aparcamiento. Los padres de Paula se subieron a la parte tra­sera del Audi de Klatt. Éste se volvió a Fabel; la tristeza que había notado en su expresión había regresado, pero era más profunda, afilada por la ira.

—Esta chica muerta es su caso, Herr Kriminalhauptkommissar. Pero está claro que hay alguna clase de correlato entre su muerte y la desaparición de Paula Ehlers. Le agradecería que me mantuviera al tanto de todos los acontecimientos que pu­dieran tener alguna relación con el caso Ehlers. —Había un tono casi desafiante en la voz de Klatt; estaba implicado perso­nalmente en este asunto y no pensaba permitir que Fabel lo ol­vidara. Éste lo miró, un hombre más joven, un oficial de menor rango y perteneciente a otra fuerza, no muy alto y algo exce­dido de peso. Sin embargo, había una callada determinación y una aguda inteligencia en ese rostro poco imponente y olvida­ble. Allí, en el aparcamiento del Institut für Rechtsmedizin, Fa­bel tomó una decisión.

—Kommissar Klatt, también es posible que el homicida de esta chica simplemente escogiera la identidad de Paula Ehlers porque conocía el caso. Tal vez leyera algo en la época en que ocurrió. Hay una gran probabilidad de que la única conexión entre los casos sea que nos encontramos ante un psicópata que lee los periódicos.

Klatt pareció sopesar las palabras de Fabel.

—Lo dudo. ¿ Qué me dice del asombroso parecido entre las dos chicas? Como mínimo debe de haber hecho un estudio muy detallado del caso Ehlers. Pero estoy bastante convencido de que quien fuera el que escogió a esta chica como víctima y la marcó con la identidad de Paula debe de haber visto a Paula en vida. Yo no tengo su experiencia ni sus conocimientos espe­cíficos sobre las investigaciones de homicidio, Herr Hauptkommissar, pero sí conozco el caso Ehlers. Llevo tres años con­viviendo con él. Sólo sé que la conexión va más allá de la elección de la identidad de una chica muerta.

—¿De modo que espera que le demos todos los detalles de nuestra investigación? —preguntó Fabel.

—No... sólo aquello que le parezca relacionado con el caso Ehlers —respondió Klatt sin perder su actitud calmada y amable.

Fabel se permitió una pequeña sonrisa. Klatt no se dejaba alterar fácilmente, ni tampoco se sentía intimidado por la je­rarquía de otro agente.

—En realidad, Kommissar Klatt, creo que tiene razón. Mi instinto me dice que usted y yo estamos buscando a la misma persona. Por eso, me gustaría que considerara una transferencia temporal a mi equipo durante el transcurso de esta investigación.

El rostro amplio de Klatt delató su sorpresa durante un momento; luego se abrió en una sonrisa.

—No sé qué decir, Herr Fabel. Me refiero a que estaría encantado de aceptar... pero no estoy seguro de cómo fun­cionaría...

—Yo me ocupo del papeleo. Me gustaría que usted conti­nuara sus investigaciones en el caso Ehlers y que actuara como enlace entre nosotros y la policía de Norderstedt. Pero también quiero que participe directamente en este caso. Es posible que surja algo relacionado con la chica de la playa que a nosotros se nos escape pero que a usted le llame la atención por sus deta­llados conocimientos del caso Ehlers. Eso significa que preferi­ría que usted se trasladara a la Mordkommission de Hamburgo por ahora. Haré que le asignen un escritorio. Pero he de enfatizar que se trata de una situación temporal, exclusivamente por lo que dure la investigación.

—Por supuesto, Herr Kriminalhauptkommissar. Tendré que hablar con mi jefe, el Hauptkommissar Pohlmann, para reasig­nar un par de casos pendientes...

—Yo hablaré con su jefe para facilitarle las cosas y filtrar cualquier objeción.

—No habrá objeciones —dijo Klatt—. Herr Pohlmann es­tará encantado de que se me brinde la oportunidad de seguir con esto hasta el final.

Se estrecharon las manos. Klatt señaló con un gesto a la pa­reja sentada en silencio en su Audi.

—¿Podría informarles a Herr y Frau Ehlers de que vamos a trabajar juntos? Creo que les resultará... —buscó la palabra adecuada— tranquilizador.

Fabel y Anna no hablaron hasta que el Audi de Klatt giró por la salida hacia Butenfeld.

—De modo que hay un nuevo miembro en el equipo... —dijo Anna en un tono inexpresivo, que podía ser tanto una pregunta como una afirmación.

—Sólo durante el transcurso de la investigación, Anna. No es un reemplazo de Paul. —Paul Lindemman, el miembro del equipo de Fabel asesinado a tiros el año anterior, había sido el compañero de Anna. La herida, que seguía siendo pro­funda y dolorosa para todo el equipo, la afectaba a ella más que a cualquier otro.

—Ya lo sé. —Anna se erizó ligeramente. —¿Lo consideras apropiado ?

—Sí —dijo Fabel—. Creo que tiene intuiciones correctas sobre este caso y por otra parte nos lleva ventaja. Me parece que nos será útil. Pero, por el momento, eso es todo. —Le en­tregó a Anna las llaves de su BMW—. ¿Te molestaría espe­rarme en el coche? Necesito volver al Institut un momento.

Anna le dedicó una sonrisa cómplice.

—De acuerdo, chef.

Y

Fabel encontró a Susanne en su despacho, sentada a su es­critorio y contemplando con expresión adusta un informe que aparecía en la pantalla del ordenador. Su pelo, negro como un cuervo, estaba atado hacia atrás y llevaba gafas, detrás de las cua­les sus ojos estaban ensombrecidos por la fatiga. Al ver a Fabel le dedicó una sonrisa cansada pero cálida. Se puso de pie, atravesó el despacho y lo besó en los labios.

—Pareces tan cansado como yo me siento —dijo ella con su acento de Munich—. Estoy a punto de terminar. ¿Y tú? ¿Ven­drás a casa luego?

Fabel la miró con una expresión de disculpa.

—Lo intentaré. Tal vez se me haga tarde. No me esperes le­vantada. —Se acercó a la silla delante de la de Susanne y se desplomó en ella. Susanne entendió la indirecta y volvió a sen­tarse en su lugar delante del escritorio.

—Vale... Te escucho.

Fabel le resumió los acontecimientos del día. Le habló de una chica que llevaba mucho tiempo perdida, de una chica en­contrada, de una familia reunida en la muerte sólo para ser desgarrada nuevamente. Cuando terminó, Susanne se quedó en silencio durante un momento.

—¿De modo que quieres saber si yo creo que la persona que mató a la chica que encontrasteis esta mañana también mató a la otra chica que desapareció hace tres años?

—Sólo una opinión. No voy a comprometerte.

Susanne soltó un largo suspiro.

—Sin duda, es posible. Si el período entre ambos sucesos no fuera tan largo, diría que es probable. Pero tres años nos deja una brecha demasiado grande. Como sabes, el primer incre­mento de la conducta delictiva es el paso más grande... El paso de la fantasía a la acción.

—Cometer el primer homicidio.

—Exacto. A partir de entonces, se vuelve más fácil. Y los crímenes aumentan rápidamente. Pero, por supuesto, no siem­pre es de ese modo. A veces el primer homicidio se comete en la niñez, o al principio de la vida adulta, y pueden pasar décadas hasta que se lleve a cabo el segundo. Tres años es una bre­cha peculiar. —Susanne frunció el ceño—. Eso me llevaría a pensar que nos enfrentamos a dos asesinos distintos, pero la gran semejanza entre las dos chicas y el hecho de que el ase­sino atribuyera la identidad de la primera a la segunda me preo­cupan bastante.

—Vale —dijo Fabel—. Supongamos, por el momento, que se trata del mismo asesino. ¿Qué nos indica ese intervalo de i res años?

—Si el autor es el mismo, entonces, considerando la pre­meditada crueldad de mezclar las identidades de las dos chicas, me parece que es muy improbable que la demora fuera voluntaria. No creo que este intervalo sea resultado de un senti­miento de culpa o de alguna confusión o repulsión interior por lo que él o ella han hecho. Me parece más probable que se trate de alguna presión exterior... Algún impedimento u obstáculo que haya frenado la intensificación de su psicosis.

—¿Por ejemplo?

—Bueno... podría ser un impedimento físico, geográfico o personal. Con físico me refiero a que puede haber estado en­cerrado, en una prisión, o ingresado en algún hospital por causa de alguna enfermedad. El obstáculo geográfico puede ser que haya estado trabajando y viviendo en otra región durante los últimos tres años y que haya regresado hace muy poco. Si ése fuera el caso, y si se hubiera vuelto a presentar la oportunidad, yo creería que el sujeto ha cometido crímenes similares en al­gún otro lugar. Y lo que quiero decir con impedimento per­sonal es que podría haber una personalidad en el contexto del sujeto que era capaz de evitar que se reanudara la conducta ho­micida. Alguna persona dominante que haya podido contener la psicosis homicida del sujeto... tal vez sin siquiera tener con­ciencia del primer asesinato.

—¿Y ahora esa persona ha salido del cuadro?

—Tal vez. Podría tratarse de algún padre o cónyuge domi­nante que ha muerto... o quizá un matrimonio que ha fraca­sado. O también podría ser simplemente que la psicosis del asesino se ha desarrollado hasta un punto tal que está más allá de cualquier control externo. Si ése es el caso, entonces Dios ayude a la persona que estaba conteniéndolo. —Susanne se quitó las gafas. Los párpados caían pesados sobre sus ojos oscu­ros y su voz sonaba arrastrada por efecto de la fatiga, haciendo más pronunciado su acento sureño y tragándose los finales de las palabras—. Hay otra explicación, por supuesto...

Fabel continuó la idea antes que ella.

—Y esa explicación es que el asesino no ha estado inactivo durante los últimos tres años... Si no que nosotros no hemos encontrado a sus víctimas o no las hemos relacionado entre sí.

6

Jueves, 18 de marzo. 8:30 h

POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

Fabel se despertó temprano pero se quedó acostado, con­templando el techo atravesado por la lenta y vacilante luz de la mañana. Susanne estaba dormida cuando él regresó del Präsidium. La relación entre ambos había llegado a esa etapa in­cómoda en la que cada uno tenía las llaves del apartamento del otro, de modo que Fabel había podido entrar al piso que Susanne tenía en Övelgönne y meterse en silencio en la cama mientras ella dormía. El intercambio de llaves era un sím­bolo de la exclusividad de la relación y la autorización mutua a acceder al más personal de los territorios, pero todavía no habían tomado la decisión de vivir juntos. De hecho, ni si­quiera habían hablado del tema. Ambos tenían sentimientos muy intensos sobre la privacidad y, por diferentes razones, habían cavado fosas invisibles alrededor de sus vidas. Ningu­no de los dos estaba plenamente dispuesto a bajar el puente levadizo.

A la mañana siguiente, cuando Susanne se despertó, le de­dicó una sonrisa semidormida y de bienvenida a Fabel e hicieron el amor. Para Fabel y Susanne había un momento dorado en las mañanas en el que no hablaban del trabajo, sino que charlaban, hacían bromas y compartían el desayuno, como si ambos tuvie­ran profesiones inocuas y para nada exigentes que no invadían sus vidas privadas. No lo habían planeado así. No habían fijado una regla sobre dónde y cuándo deberían hablar sobre sus tra­bajos en campos paralelos. Pero de alguna manera habían caído en el hábito de saludar y comenzar cada día como si fuera nuevo. Más tarde cada uno de ellos descendería, por caminos separados pero paralelos, hacia el mundo de locura, violencia y muerte que era el centro de su vida profesional cotidiana.

Fabel salió del apartamento poco antes que Susanne. Llegó al Präsidium justo después de las ocho y analizó los expedien­tes del caso y sus notas de los días anteriores. Durante media hora añadió detalles al boceto que ya se había formado en su mente. Trató de hacerse una idea objetiva pero, por mucho que lo intentara, el rostro aturdido y fatigado de Frau Ehlers seguía colándose en sus pensamientos. Cuando eso ocurría, la ira de Fabel se renovaba, los rescoldos de la furia de la noche anterior volvían a encenderse y ardían con una intensidad todavía ma­yor en el aire frío y claro de un nuevo día. ¿Qué clase de bestia obtenía satisfacción infligiendo semejante tortura psicológica a una familia? En especial una familia cuya hija, según creía Fa­bel, él ya había asesinado. Y Fabel sabía que debía prolongar esa agonía: no podía confiar en la identificación fallida de una víctima que llevaba tres años desaparecida. Existía la posibili­dad remota de que el tiempo, y cualesquiera fueran los trau­mas y malos tratos que habría sufrido en ese período, hubieran generado cambios sutiles en su aspecto.

Fabel esperó hasta las nueve de la mañana antes de levan­tar el teléfono y apretar el botón de memoria con el número del Institut für Rechtsmedizin. Pidió que le pasaran con Herr Doktor Möller. Möller era el patólogo forense con quien Fabel había trabajado en la mayoría de los casos. Sus modales arro­gantes y agresivos le habían ganado la enemistad de casi todos los investigadores de homicidios de Hamburgo, pero Fabel sen­tía un gran respeto por sus conocimientos.

—Aquí Möller... —La voz al otro lado del teléfono sonaba distraída, como si atender la llamada fuera una interrupción no deseada de una tarea infinitamente más importante.

—Buenos días, Herr Doktor Möller. Soy el Kriminalhauptkommissar Fabel.

—¿Qué ocurre, Fabel?

—Está a punto de hacerle una autopsia a la chica que encontramos en la playa de Blankenese. Hay una confusión res-pecto de su identidad. —Fabel procedió a explicar el contexto, incluyendo la escena que había ocurrido durante lo que debe-11 a haber sido una identificación de rutina en el Instituí la no-i he antes—. Me preocupa que todavía quede una probabilidad de que la chica muerta sea Paula Ehlers, aunque sea muy re­mota. No quiero angustiar más a la familia, pero necesito esta­blecer la identidad de la chica.

Möller se quedó callado un momento. Cuando habló, su voz carecía de su habitual tono autoritario.

—Como usted sabe, podría hacerlo a partir de los registros dentales. Pero me temo que la forma más rápida y segura sea lomar muestras de la saliva de la madre de la chica desapare­ada. Podré hacer una comparación urgente de ADN aquí, en el laboratorio del Instituí.

Fabel le agradeció y colgó. Hizo otra llamada a Holger Brauner y, sabiendo que podía confiar en el tacto de Brauner, le pi­dió que se encargara personalmente de tomar las muestras de saliva de la madre.

Cuando colgó pudo ver, a través de la mampara de cristal que separaba su despacho de la oficina principal de la Mordkommission, que Anna Wolff y Maria Klee ya estaban en sus escritorios. Llamó a Arma por el intercomunicador y le pidió que viniera. Cuando ella entró en su despacho él le pasó por encima del escritorio la fotografía de la chica muerta tomada en el depósito de cadáveres.

—Quiero saber quién es ella en realidad, Anna. Me gusta­ría tener la respuesta antes del final del día. ¿Cómo vas hasta ahora?

—Estoy haciendo una verificación en la base de datos de personas desaparecidas de la BKA. Es probable que esté allí. He puesto un parámetro en la búsqueda con mujeres entre diez y veinticinco años y con prioridad para los casos ocurridos en un radio de doscientos kilómetros de Hamburgo. No pueden ser tantos.

—Ésta es tu tarea para hoy, Anna. Deja cualquier otra cosa y concéntrate en establecer la identidad de esta chica.

Anna asintió.

Chef... —Hizo una pausa. Había algo incómodo en su postura, como si no estuviera segura de lo que iba a decir.

¿ Qué ocurre, Anna ?

—Fue muy duro. Me refiero a lo de anoche. No pude dor­mir después.

Fabel sonrió sin alegría y le indicó que se sentara.

—No eres la única. —Hizo una pausa—. ¿Quieres que te asigne algo distinto?

—No —respondió Anna enfáticamente. Se sentó al otro lado de Fabel—. No... Quiero seguir en este caso. Quiero averiguar quién es esta chica y quiero ayudar a encontrar a la verdadera Paula Ehlers. Es sólo que fue muy duro ver a una familia destro­zada por segunda vez. La otra cosa fue que, y sé que esto suena loco, pero casi pude sentir la presencia de Paula... Bueno, no su presencia, en realidad su falta de presencia en la casa.

Fabel se quedó en silencio. Anna estaba tratando de dar forma a una idea y él quería que llegara hasta el final.

—Cuando yo era una niña, había una chica en mi escuela que se llamaba Helga Kirsch. Era más o menos un año menor que yo y muy pequeñita, como un ratoncito. Tenía esa clase de cara que jamás notas pero que te darías cuenta de que la conoces si la ves fuera de contexto. Ya sabes, si la vieras en la ciudad el fin de semana o algo así.

Fabel asintió.

—En cualquier caso —continuó Anna—, un día nos reu­nieron a todos en la sala principal de la escuela y nos dijeron que Helga había desaparecido... Que había salido con su bi­cicleta y que sencillamente se había esfumado. Recuerdo que después de aquello empecé, bueno, a darme cuenta de que ya no estaba. Alguien con quien jamás había hablado pero que había ocupado alguna clase de espacio en mi mundo. Pasó una semana hasta que encontraron la bicicleta, y luego el cuerpo.

—Lo recuerdo —dijo Fabel. El había sido un joven Kommissar en la época y sólo había estado implicado en aspectos la­terales del caso. Pero se acordaba del nombre. Helga Kirsch, trece años de edad, violada y estrangulada en un pequeño prado de pasto tupido junto al sendero para bicicletas. Habían tardado un año en encontrar al asesino y sólo después de que este hubiera truncado otra joven vida.

—Desde el momento en que se anunció su desaparición hasta el día en que encontraron el cuerpo hubo una sensación muy extraña en la escuela. Como si alguien se hubiese lle­vado una pequeña parte del edificio que no podíamos identificar pero que sabíamos que ya no estaba. Después de que la hallaran sentimos algo parecido a la pena, supongo. Y culpa. Yo me quedaba en la cama de noche tratando de recordar si alguna vez había hablado con Helga, o le había sonreído, o había tenido alguna clase de interacción con ella. Y, desde luego, no lo había hecho. Pero la pena y la culpa fueron un alivio después de aquel sentimiento de ausencia. —Anna se vol­vió y miró por la ventana de Fabel el cielo amoratado de nu­bes—. Recuerdo haber hablado con mi abuela sobre ello. Ella me explicó cosas de cuando era una niña, en los tiempos de Hitler, antes de que ella y sus padres comenzaran a escon­derse. Dijo que era lo mismo que ellos sentían: que los nazis se llevaban de noche a personas a las que conocían, a veces familias enteras, y quedaba un espacio inexplicable en el mun­do. Ni siquiera había una confirmación de la muerte para ocuparlo.

—Puedo imaginármelo —dijo Fabel, aunque no era cierto. El hecho de que Anna fuera judía nunca había tenido ninguna relevancia en su incorporación al equipo, ya fuera positiva o negativa. Esa cuestión, simplemente, no se había registrado en el radar de Fabel. Pero cada tanto, como en ese momento, él estaba sentado a una mesa con ella y se le hacía patente el hecho de que él era un policía alemán y ella judía, y en momentos así se sentía abrumado por el peso de una historia insoportable.

Anna apartó la mirada de la ventana.

—Lo siento. No puedo expresarlo con más claridad, sólo que estoy afectada. —Se puso de pie y fijó en Fabel la descon­certante franqueza de su mirada—. Te conseguiré la identifica­ción, chef.

Después de que Anna saliera del despacho, Fabel sacó el bloc de dibujo de un cajón, lo puso sobre el escritorio y lo abrió. Pasó un momento mirando la amplia extensión de pa­pel que se presentaba ante él. Vacía. Limpia. Otro símbolo del principio de un nuevo caso. Fabel llevaba más de una década de investigaciones de homicidios usando esos blocs. En esas hojas gruesas y satinadas, diseñadas para una tarea mucho más creativa, Fabel resumía el transcurso de los incidentes, apun­taba nombres abreviados de personas, lugares y hechos, y tra­zaba líneas entre ellos. Eran sus bocetos, sus esquemas de una investigación de homicidio, en los que aplicaba primero luces y sombras, luego detalles. En primer término trazó las ubica­ciones: la playa de Blankenese y la casa de Paula en Norderstedt. Luego escribió los nombres que había encontrado en las últimas veinticuatro horas. Enumeró a ¡os cuatro miembros de la familia Ehlers y al hacerlo dio forma a la ausencia que Anna acababa de describir: tres miembros de una familia —-pa­dre, madre y hermano— localizados; tres personas que uno podía buscar y encontrar, con las que se podía hablar y de quie­nes uno podía formarse una imagen viva en la mente. Luego estaba el cuarto miembro. La hija. Para Fabel ella seguía sien­do un concepto; una colección insustancial de las impresiones y los recuerdos de otras personas; una imagen, captada en una película fotográfica, de ella soplando las velas en una tarta de cumpleaños.

Si Paula era un concepto sin forma, también estaba la chica que encontraron en la playa: una forma sin concepto; un cuerpo sin identidad. Fabel escribió las palabras «ojos azu­les» en el centro de la hoja. Había, por supuesto, un número de caso que podría haber utilizado, pero ante la falta de un nombre «ojos azules» era lo más cerca que podía estar. So­naba más como una persona y menos como una cosa muerta, que era en lo que la convertiría el número de caso. Trazó una línea desde «ojos azules» hasta Paula, con una interrupción en el medio. En ese espacio dibujó un doble signo de interro­gación. Fabel estaba convencido de que en esa brecha se en­contraba el asesino de la chica de la playa y el secuestrador y posible homicida de Paula Ehlers. Podrían haber sido dos per­sonas distintas, desde luego. Pero no dos personas, ni más, que actuaran de manera independiente. Ya fuera que se tratase de un individuo, un par o un grupo más grande, quien­quiera que hubiera matado a «ojos azules» también se había llevado a Paula Ehlers.

Fue entonces cuando sonó el teléfono.